sábado, 14 de mayo de 2011

Ioritz

Ioritz acaba de cumplir un añico y, como tal, estamos todos tontos con él. Cada vez chapurrea más cosas ininteligibles; cada vez se suelta más a su bola, con la ayuda de una banqueta o de una mano ajena o gateando a su manera, poco ortodoxa para los ortodoxos del gateo; cada vez come más variado y pelea, parece ser, con según qué texturas; cada vez es más una personica con su carácter, sus manías, sus aficiones, sus gustos y sus rechazos, nos mira a todos con curiosidad y se queda con los detalles de cada cual, que, luego, repite como repite casi todo lo que ve y oye. Ioritz, que es mi primer nieto, nos está dando una lección de ver la vida con alegría, curiosidad y entusiasmo, que es lo que transmite en cada uno de sus gestos y que, por ley de vida, todos los que le rodeamos vamos perdiendo conforme adquirimos experiencia. Yo, que tengo mi recorrido bastante avanzado y que aguanto bastante mal las aglomeraciones familiares del fin de semana, he convivido unos días, unos ratos, más bien, con sus risas, sus gestos, sus ensayos perezosos como peregrino incesante del pasillo, su babeo continuo y sus imitaciones provocadoras, en el ámbito más doméstico de su casa y, ya, nos conocemos. Creo que me considera su muñeco más grande y más payaso y el que tiene la barba más larga de cuantos ha conocido. Me da una orden, o a mí me lo parece, con su voz y moviendo su brazo enérgicamente y me pongo a brincar en el pasillo delante de su banqueta, como un venao. Me dice que no, moviendo su cabeza de izquierda a derecha, y, en contestación, que creo que es lo que quiere, muevo yo la mía de igual manera y se queda embobado y sonriente viendo cómo se mueve mi barba detrás de mi cabeza. Las conversaciones que mantenemos sólo las entendemos nosotros; "ñogoñiguiñoguiñuguiñogoñogu", "gaaaaapaeeeeeeee", es sólo una muestra de nuestros profundos diálogos. Bueno, pues, que soy un abuelo en toda regla. Y de los abuelos, abueladas.

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