miércoles, 25 de mayo de 2011

Todas, personas. ¡YA!

No entiendo cómo en pleno siglo XXI tienen las mujeres que pedir permiso para vivir o perdón por habitar entre los hombres. Las religiones han maltratado a la mujer y la han ninguneado hasta el punto de que hubieran preferido que, simplemente, las respetaran y las dejaran desarrollarse sin más, igual que ellos, en lugar de aparecer como símbolos para no se sabe qué pérfidos objetivos. Desde hacerla causa del pecado del hombre, cómo no, hasta inventarse el celibato para no mancillar el recto proceder de los pastores, han conseguido influir en la educación global, familias y escuelas, convirtiéndola en el elemento diabólico que hay que ir sorteando para salvar el alma. Cuando, en todos los tiempos, se ha demostrado la torpeza de los hombres frente a la cordura y la prudencia de las mujeres. Aunque, tratándose de personas, en ambos casos existan excepciones.
Si tu hermano o tu hijo deciden colgar el trabajo para coger la mochila y echarse al mundo, probablemente sientas una mezcla de envidia y orgullo, mientras colaboras en el diseño de tan atractivo proyecto vital. ¿Y si se trata de tu hermana o tu hija o, incluso, tu mujer? ¿Sentirás lo mismo? ¿Qué es lo que nos hace a las personas de género masculino menospreciar, cuando no despreciar, a las de género femenino? Si tanto nos gusta que todo el mundo respete nuestras opiniones, decisiones y acciones ¿qué es lo que nos mueve a no hacerlo nosotros con ellas? ¿Nos consideramos superiores, de otro estrato social? ¿Creemos que los que tenemos la santa misión de cumplir los objetivos vitales somos nosotros y que ellas deben ayudarnos a ello? ¿Las consideramos meras acompañantes, servidoras, propiedad nuestra? Pero la primera pregunta debe ser ¿Las consideramos personas, como nosotros?
Debería de ser muy sencillo; cada cual se contesta y corrige la dirección de su barco mental haciendo girar el timón de su inteligencia.
Esto va para mi amiga sin nombre, para que no desperdicies tu vida pensando que se lo merece o merecen, sal de tu armario profundo y oscuro, pega un grito que se oiga en todos los rincones de tu casa, vístete la ropa de tu juventud, ¿recuerdas?, cálzate las zapatillas de correr y salta a la calle para no volver. Luego, si vuelves que sea porque te has reencontrado contigo misma y para que te conozcan y te acepten. Si no, vete para siempre. Siempre me tendrás a mí, aunque no lo sepas.

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