lunes, 28 de marzo de 2011

Tortura, todavía.

Existe la mala costumbre, cuando se trata de criticar una conducta aberrante en el ámbito que nos ocupa, de ampliar el enfoque para tratar de más conductas aberrantes, dando la sensación de que lo uno justifica lo otro. Hoy, aquí, nos ocupa la tortura. La dignidad de las personas es inviolable ("Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana", es el primer considerando de la Declaración Universal de los Derechos Humanos) y no es elástica ni acomodable (como tú no respetas, yo no respeto). ¿Que es duro de escuchar y de asimilar, en determinadas situaciones? Estoy de acuerdo. Pero eso no cambia las cosas. Sé que resulta obvio pero la tortura requiere, al menos, dos personas y comienza mucho antes de lo que nos imaginamos, cuando la (persona) torturadora pierde su propia dignidad sintiéndose dispuesta para el uso de dicha práctica; afecta a muchas más que a la propia torturada, de hecho, a todo su entorno; y acaba mucho más tarde de lo que podamos llegar a suponer, con la muerte de la torturada y de dicho entorno, ya que la invasión de la dignidad propia es irrecuperable, aunque sólo haya sido temporal y parcial (de uno de los miembros sociales). El entorno, de hecho, es la propia sociedad, ultrajada en uno solo de sus miembros.
Es de malnacidos, respecto de esta lacra, esconderla o negarla para esconderla. Y, por supuesto, alentarla o financiarla, voluntariamente o no, desde el Estado.

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