miércoles, 16 de marzo de 2011

Japoneses

Cuando entras en un museo de los muchos que tiene París o Madrid, o en un edificio histórico de la antigua Roma o Florencia o Milán, siempre te cruzas con un grupo de japoneses y japonesas sonrientes y de gatillo fácil, clic, clic, clic, con sus cámaras digitales colgando del cuello, más cámaras que personas, que corretean ordenadas pero bulliciosas con sus cuellos estirados buscando la banderita de la guía correspondiente.
Les precede la fama de trabajadores incansables, serios, disciplinados, poco dados al individualismo, más bien mirando por el beneficio del grupo, llámese empresa o familia o vecinos o pueblo, y, al menos hasta hace poco, sin preocuparse demasiado por sus emolumentos.
La religión y el contacto casi reverencial con la naturaleza les hace alcanzar esa armonía serena que nos transmite la idea de que nada puede alterar su paz espiritual y su sosiego mental.
Pero de pronto el océano se traga la costa, las ciudades, las casas, las personas; los viejos pierden a sus nietos y los niños quedan náufragos en medio del monumental escombro; las familias, las legendarias familias japonesas de costumbres y lazos milenarios, abandonan este mundo con sus casas puestas, sin tiempo para despedirse, a muchos no les hace falta, se van juntos con los ojos muy abiertos por efecto de la súbita sorpresa, como mirándose pero sin verse.
Un anciano busca entre los despojos y, al volverse, llora amargamente, como uno de nosotros, como si también los japoneses tuvieran sentimientos humanos y les afectara la pérdida de los suyos. Una mujer llora desconsolada, mientras busca entre los desordenados muertos emergidos de la auténtica basura a alguien que ha perdido. Ninguno de los dos es consciente de que la muerte les amenaza desde la Garoña japonesa... Y a ninguno de los dos les importa un pimiento.

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